En el océano inmenso de la cinematografía contemporánea, emerge una obra que no solo rompe las olas, sino que redefine el rumbo de las mareas. Se trata de Parásitos, una película surcoreana que ha trascendido barreras idiomáticas y culturales, para asentar su nombre en la cúspide de la narrativa visual moderna. La película Parásitos del año 2019, dirigida por el meticuloso y aclamado Bong Joon-ho, es un retrato crudo de la lucha de clases, un thriller oscuro entrelazado con la sátira social, y un drama familiar con tintes de comedia negra.

Desde el comienzo, Parásitos nos adentra en la vida de la familia Kim, quienes habitan en un semisótano húmedo y sombrío, una morada que es más un símbolo de su estado socioeconómico que un hogar. Es una caverna urbana donde la luz del sol apenas se atreve a rozar las paredes, y el deseo de ascenso social se cierne como una sombra perenne sobre los habitantes. La película destila una esencia de anhelo, una búsqueda casi quimérica de una vida mejor, anclada en la realidad de la penuria y la marginalidad.

La astucia se presenta como el vehículo de escape para los Kim. Un doblez de papel que transforma a un joven sin estudios formales en un tutor inglés codiciado. Aquí, la película empieza a entretejer sus hilos más complejos, aquellos que nos llevan a reflexionar sobre las habilidades y las oportunidades, sobre el valor intrínseco de la persona frente a las expectativas de una sociedad estratificada. Con cada personaje introducido, la trama de Parásitos se enreda, mostrándonos la facilidad con la que la verdad se puede moldear, y las consecuencias que emergen de tales manipulaciones.

La familia Park, en contraste con los Kim, vive en una residencia que es una oda a la arquitectura moderna, un bastión de luz y de espacios que parecen diseñados para la exhalación de la tranquilidad. En su interacción con los Kim, los Park son ajenos a la tormenta que se avecina, a la infiltración meticulosa de los parásitos que poco a poco se arraigan en su existencia, de una manera que es casi simbiótica al principio. Es aquí donde la película destaca por su habilidad para entrelazar el humor y el horror, dos facetas de una misma moneda lanzada al aire por el destino.

El guion de Parásitos es una joya literaria en sí misma, una composición de diálogos y silencios que hablan más allá de las palabras pronunciadas. Cada frase es una pincelada que añade profundidad a un lienzo ya de por sí vibrante. Los diálogos fluyen con naturalidad, pero cargan con el peso de las realidades no dichas, de las tensiones subterráneas que pugnan por salir a la superficie.

Visualmente, Parásitos es un festín para los ojos, pero no por un despliegue desmedido de efectos especiales o por paisajes exóticos, sino por la meticulosidad con la que cada escena está compuesta. La dirección de Bong Joon-ho es quirúrgica, cada toma está pensada, cada movimiento de cámara es intencional. Hay una armonía en la disposición de los elementos visuales que refleja la disonancia de la temática, un contrapunto que acentúa la narrativa.

La película culmina en un clímax que es tanto inesperado como inevitable. Una convergencia de eventos que se siente como un golpe visceral, un desenlace que nos deja contemplando la fragilidad de la estructura social. En este punto, la obra maestra que es Parásitos se solidifica en su mensaje, nos obliga a enfrentar las ilusiones que mantenemos sobre el orden del mundo y la permeabilidad de las fronteras que separan a los estratos de la sociedad.

La relevancia de Parásitos se extiende más allá de su año de estreno. A medida que avanza el tiempo, se vuelve cada vez más patente que la película no es solo un producto de entreten